top of page
  • Fernando Lucio Escalera

Como plato que se sirve frío

Por: Fernando Lucio Escalera*


Amor de madre


«¿Tienes algo sin carne? No, ¿sabes qué? Mejor dame la pura ensalada con… ¿Me dejas probar tu ajonjolí? Es que quiero ver si no está muy procesado y así... Si no, ¿sabes qué? Ponle nada más aceituna negra, aceite de oliva… ¿Qué marca es el aceite que usan, eh? Bueno, ponle muy poquito y échale dos puñitos más de kale. Tu papa es hervida, ¿verdad? También papa entonces, por favor. Y sí, sí ponle una cucharadita de ajonjolí. Superpoquito, ¿eh? ¿De tomar qué tienes? No, agua natural, mejor… ¿Icelandic tienes? No, pues esa está bien. Súper, mil gracias. ¿Cuánto va a ser?».


Karla salió del local satisfecha consigo misma. Al cruzar la calle rumbo al coche de su madre, quien se retocaba el labial mirándose en el retrovisor mientras daba “Me gusta” a una foto en Instagram, un auto la embistió tan fuerte que la ensalada terminó a casi treinta metros de su cuerpo moribundo, esparcida sobre el pavimento, confundiéndose con sus órganos. Le hubiera gustado desayunar aquella mañana hot cakes o tacos… Nunca probó el pozole.


Antes de exhalar por última vez, recordó cuando era niña y su mamá tiraba a la basura los pastelitos y las papas fritas que compraba a escondidas. «Jamás vas a ser una gorda», solía decirle. En dos semanas cumpliría 16.


 

Fantasma


Luisa no heredó la gracia ni el estilo de su madre. Regordeta, con la piel del rostro herida desde su precoz adolescencia, siempre quiso parecérsele, aunque fuera un poco. Cuando la mujer falleció, Luisa comenzó a vender toda la ropa y los vestidos divinos que amaba y envidiaba al tiempo. «Por favor, llévenselos todos. Tengo que deshacerme de ellos. Me traen tan tristes recuerdos. Es como si su fantasma estuviera aquí». Y en efecto, allí estaba.

Al deshacerse del último delicado atuendo, Luisa se dio cuenta de que era el espectro de la elegancia de su madre el que en realidad la atormentaba. Ese fantasma nunca se fue...

 

Maura


Maura, la comadre, siempre soportó carencias y el desprecio de Carlos. «Si la leche es poca, a Carlos le toca», decían a sus espaldas los vecinos, refiriéndose al maltrato económico que afectaba a sus hijos también: no comían nada, pero su papá se daba banquetes abundantes en cantinas, rodeado de mujeres y amigos.


Tras años de una vida que nunca quiso, un buen día Maura imaginó que tenía alas y saltó por la ventana del oscuro y frío edificio donde desperdició su juventud, abrazando el último envase de leche que quedaba en el refrigerador. Sus hijos aún la buscan entre las nubes.

Fotografía: Nicolás Aguilar (Ciudad de México, 2014)


 

Un té


El sol estaba en su apogeo. Desde mi escritorio podía ver prácticamente toda la ciudad por el ventanal a mi izquierda. Estaba muy ansioso. Odiaba la ansiedad, pero también sabía exactamente por qué la sufría en ese momento.


El aire entraba fresco aquella tarde de primavera recién iniciada. Un letrero que deseaba feliz cumpleaños y algunas rosas rojas adornaban el escritorio cercano de una compañera a la que no le hablaba. Bebí un gran trago de agua y me levanté de la silla deseando que el aire entrara a mis pulmones de la misma manera en que entraba al edificio por el ventanal; la ansiedad, sin embargo, lo impidió.


—Voy por un té —dije, ya encaminándome hacia la jarra eléctrica que estaba justo frente al escritorio de mi jefe.


—¿Con este calor? —preguntó mi compañera—, ¡pero se te olvidó el sobre!

Giré la mirada y la pequeña bolsa de té verde seguía sin abrir sobre el teclado de mi computadora.


—Cierto, gracias —contesté, tomando la bolsa rápidamente y dirigiéndome de nuevo hasta la jarra.


En mi camino escuché voces de compañeros que me saludaron, pero no les tomé importancia. Llegué. La jarra tenía un litro de agua, aproximadamente. Encendí el botón, solo había que esperar a que hirviera.


—¿Ya está tu reporte, Javier? —preguntó el patrón— No te vas hoy hasta que lo entregues —afirmó con voz socarrona.


Yo no lo miré. Tenía mi vista fija en el agua, que poco a poco comenzaba a formar pequeñas burbujas en el fondo de la jarra.


—Te la pasas perdiendo el tiempo, ni siquiera traes una taza para servirte esa madre.


El agua tardó una eternidad, pero comenzó a ebullir fuerte y constante por diez segundos, hasta que la pequeña jarra eléctrica se apagó automáticamente. La ansiedad hacía que escuchara mi corazón retumbar en mis oídos.


—Ya ponte a trabajar, que tampoco vas a bajar a comer.


—Dame un momento —le respondí mientras tomaba la jarra aún sonante a causa de las burbujas. La bolsa de té estaba apretada en mi mano izquierda.


Abrí la tapa del contenedor de cristal y le lancé con todas mis fuerzas el litro de líquido hirviente en la cara. Entre sus gritos de dolor y llantos, mis pulmones se llenaron de aire, como si mi cuerpo fuera una fortaleza con todas las ventanas abiertas de par en par. Los gritos y rostros desencajados de mis compañeros parecían distantes, lejanos. Qué rápido se cura la ansiedad.

 

Provechito


Ya lo había asaltado varias veces; siempre el mismo palurdo drogadicto que le quitaba su mochila con todas sus cosas dentro. ¿Denunciar? Por supuesto. La primera vez que lo hizo, resultó peor: lo golpearon el malviviente y otros tipos. Era menos malo un robo que una semana en el hospital, pero todo tiene un límite.


Ese día, en su mochila llevaba cosas de mediano valor a propósito. Lo importante era el panqué de chocolate, que se veía delicioso, preparado con semen, saliva, caca y mucho, pero mucho veneno para ratas; además de exquisita cocoa, la infaltable mantequilla y vainilla de la cara. Lo envolvió en celofán y lo puso dentro de un contenedor que evitaba fuera aplastado.


Por la mañana, caminó a lo largo de la colonia en búsqueda de aquel zángano. Estaba emocionado, ansioso. No lo encontró. «Por supuesto que no, es muy temprano. Maldito huevón de mierda», pensó. Pero por la noche tuvo éxito.


—Tsss. Ya valió verga, carnal —le dijo el palurdo, arrebatándole la mochila y tanteando los bolsillos de su víctima constante, por si encontraba un teléfono.


—Pues ya qué. Ahí está todo, no traigo celular.


—No me hable así, hijo de su puta madre —ladró el maleante, apuntando el rostro del chico con una navaja, mirándolo fijamente a los ojos—. Tsss, ta chida la mocla. Y trae buen varito, perro —prosiguió, mientras revisaba cínicamente lo que acababa de hurtar.


Al abrir el morral, descubrió el panqué.


—Uy, un panquecito… ¡A huevo, ya le llevo cena a mi morrita! —dijo antes de alejarse— Cámara, carnal. Chingón.


Cuando escuchó que la trampa envenenada la compartiría con su hija pequeña, dudó si advertirle o no, pero el coraje se impuso. «Se muera quien se muera, el imbécil fue quien decidió ser un hijo de puta».


—Cuando quieras, carnal. Y provecho.


Fue la primera vez que disfrutó ser asaltado.


Fotografía: Nicolás Aguilar (Ciudad de México, 2014)


 

*Fernando Lucio Escalera ha colaborado en revistas como NYLON Español, Vile Music Records, Thoracin/Rubens, MEOW magazine, Quién y Harper’s Bazaar México. Su línea de trabajo se enfoca en la música, vida y estilo, cine y cultura. En 2011, cofundó la revista Sinergia Magazine y en 2015 tradujo la novela Cows, de Matthew Stokoe.


A finales de 2018, cofundó Arte7éptimo, un proyecto de Facebook, Instagram y Twitter donde se reseñan películas.


Twitter: @nando__lucio / IG: nando__lucio / Facebook: @arte.7eptimo

155 views

Related Posts

See All

Comments


bottom of page