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  • Writer's pictureHumberto Lumbreras

El agua que hierve

A Jaime le gustaba contar cada zancada que daba al correr. Mantenía la mirada hacia el frente, guiándose por el sonido que hacían sus pies cuando chocaban con la pista de la Alameda Oriente.


Su reloj marcaba las 6:20 de la mañana. Estaba oscuro todavía. Apenas el cielo oriental recibía las primeras pinceladas naranjas que preceden la salida del sol. Jaime se movía a través de las nubes que habían decidido pasar la noche entre –y no sobre– la ciudad. La luz de las farolas que iluminaban el camino les proporcionaban cierta densidad. Parecía que intentaban cegarle el camino, impedir su avance.


La pista lo llevó al lago artificial, cercado en ese tramo por una valla. Se extrañó de todavía no haberse cruzado con nadie y más aún de no ver ni uno de los patos que nadaban en aquellas aguas. La neblina, cubriendo el espejo líquido junto a los árboles que se alzaban alrededor, dibujaba un aspecto desolador al entorno.


Alcanzó la parte más cercana al lago cuando un sonido llamo su atención. Se detuvo y aguzó el oído para localizarlo. El ruido procedía del lago mismo. ¿Qué era? Agua hirviendo; así se escuchan los líquidos cuando ebullen. Jaime se acercó lentamente hacia la malla que lo separaba de las aguas, esforzándose por localizar la procedencia de aquel ruido en el estanque.


Sopló una ráfaga de viento y con esta se levantó el velo neblinoso que cubría aquel espejo. Efectivamente, el agua hervía en el centro con tal fuerza que el sonido ya era casi insoportable. Impávido, Jaime se asió al metal de la malla; su sudor, que hasta hace unos momentos sentía caliente, ahora caía frío sobre su nuca. No podía quitar la vista de aquel enorme agujero líquido que ahora se mostraba totalmente incandescente.


De súbito, las aguas dejaron de moverse, como si alguien hubiera apagado las válvulas de aquella estufa acuática; de las profundidades de aquel estanque, una figura emergió lentamente. Era un cuerpo humano que caminaba hacía la orilla, tambaleante, dando pasos largos y torpes, desnudo y pálido. En la mano sujetaba el blanco y largo cuello de un enorme pato.

Jaime se frotó los ojos, volteó hacia ambos lados del camino buscando a alguien que compartiera aquel espectáculo sin sentido del que era testigo, pero solo la luz encendida de las lámparas lo acompañaba.


Lo que sea que acababa de salir del agua se quedó en la orilla, con la cabeza gacha y calva, falto en su totalidad de órganos sexuales; las piernas cadavéricas y retorcidas hacían juego con el delgado torso y los brazos larguísimos que sostenían el cuerpo inerte del ave. La criatura levantó el rostro y unas cuencas oculares color azabache miraron a un Jaime petrificado por algo que se sentía peor que el terror. Apenas tuvo sentido para notar que aquel rostro no tenía nariz, pero sí una boca enorme que corría de oreja a oreja en aquella lúgubre faz.


La criatura sonrió y con un torpe movimiento llevó el pato a su boca. Una terrible línea de colmillos se asomó y al encajarse en el ave se manchó de rojo. Arrancó entonces un pedazo de piel y masticó sin quitarle los vacuos ojos a Jaime, quien –sintiendo que perdía la razón a cada mordida que el ser soltaba– notó de pronto un olor, un hedor que sintió pegarse en sus pulmones e incluso en su paladar y en su garganta, horrible e indescriptible porque sabía que era de algo que no debía existir y, sin embargo, existía.


La sensación de asco le hizo recuperar la noción y con ella la voluntad sobre sus miembros congelados por el horror. Comenzó a retroceder lentamente hasta que el engendro elevó un grito horripilante y pavoroso. Jaime salió disparado por donde había llegado. Corrió con todas sus fuerzas hacia la entrada del parque. Al llegar al estacionamiento se detuvo y, recargándose en una banca, regresó la mirada hacia donde se encontraba el lago. El monstruoso grito atravesó el espacio de nuevo, llegando hasta donde él estaba. Apenas con algo de tiempo para pensar, sus piernas emprendieron la huida sin detenerse hasta llegar al otro lado de la calle.


Se pasó la manga de la sudadera por la cara para limpiar el sudor y las lágrimas que ni había notado. Caminó de vuelta a su casa tragando saliva, preguntándose de qué grotesco espectáculo acababa de presenciar y prometiendo que jamás regresaría a correr a ese maldito lugar.


****


Eran las tres de la mañana cuando Jaime llegó al lago de la Alameda Oriente. Había podido burlar con mucha facilidad la insípida seguridad del parque. No sabía por qué se encontraba ahí, contemplando el agua del artificial estanque. Solo sabía que el diabólico grito que se había guardado en su mente durante el día se había convertido en un dulce canto que lo llamaba y ahora lo hacía quitarse la ropa mientras el agua comenzaba a ebullir. Un canto que lo obligaba a arrancarse los cabellos y embutir el cuerpo al agitado estanque hasta que su sangrante cuero cabelludo quedó cubierto por aquellas infernales aguas.


Fotografía: Nicolás Aguilar (Pesquería, NL, 2019).

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