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  • Writer's picturePrudencio Maritornes

El pank también se baila

Primero es el ritmo


La cadencia me alcanza y agarra, y uuuno-dos, uuno-dos, uno-dooos, como en las clases de baile previas a los cotillones de mi mocedad finisecular. Mis documentos oficiales tenían un nombre diferente, lo sé, puesto que cada (¿qué será…?) cuarentaicinco o cincuenta años voy y vengo y vengo y voy, desde mil cuatrocientos treintaiuno. Así son las maldiciones.

En el movimiento punk under argent hay una bandaza [1]: Mal Momento, sombra que ilumina una generación de grupos de finales de los ochentas, Ataque 77, 2 Minutos y Flema. «Malmo», como le llaman los más cercanos, me recordó los síntomas del baile de San Vito, no de Ian Curtis porque no son lo mismo, y nada parecidos a los de la lisztomanía. Al compás de la voz, bien especial, guitarra, bajo y batería comienza mi coreomanía, a cualquier hora. Algunas de sus canciones son baladas que acompañan improperios y letras de desamor; otras son gritos de dipsómano que se vanagloria por su detalle, luego vienen los pasajes de otros tiempos que evocan mi pasado, etc.


Después es el verbo


De su primer disco, homónimo (1994), es la canción «El castillo», con unos batacazos que preludian un toque de marcha acelerado y una primera estrofa que dice:

«Vive en un castillo de mi pueblo / dicen que trae la maldición. / Un anciano cuenta la leyenda / que al verla sus ojos perdió», versos que significan una introducción y problematización de la narración, ¿qué puede enceguecer a un hombre? La belleza venusina, Medusa o un basilisco con fuerza limitada: la maldición es perder la vista.


La segunda estrofa, otra escena, materializa la leyenda del hombre que perdió la visión, y si la perdió fue por descuidado, pues iba solo, sin su cruz en un bosque, circunstancias que se convierten en el imán de una bestia, cuasimitológica, en tiempos evangélicos, que tras hacer ciegas a sus víctimas suelta carcajadas. La maldad en tiempos ancestrales se pagaba con la hoguera, pero al no poder atrapar a la maléfica, el pueblo incendió el castillo donde sabían que habitaba.


Solo, sin la cruz y en el bosque,
se escucharon gritos de dolor
y la risa de la maldita bestia,
y chorreaba sangre sin color.
Y todos pensaron que había que matar,
y el castillo con antorchas incendiaron

Mas el relato no acaba ahí, los últimos dos versos nos advierten que la bestia «otra vez resucitó / otra vez resucitó» (¡ay, nanita!). Imposible no recordar de manera anacrónica a Jeepers Creepers. Termina la primera de las repeticiones de la estrofa y resuena el solo de guitarra próximo al blues, despertado por el bajo y un coro melódico del rock cincuentero (uoh-pa), que entre las reiteraciones nos distrae del miedo.


Y yo sigo bailando, pues me recuerda que mi infortunio de ser eternauta es por las vueltas que le di a las desgracias. La maldad de la prima política ascendiente de Merlín pensó que eso, contonearse para sobrellevar las cuitas, era algo que debería contagiar in sæcula sæculorum.

La banda volvió a utilizar tópicos de novelas de caballerías, medievales, y mitológicos en el 2003, cuando grabaron «La bruja y el cazador», historia de un cazador de brujas que se enamora de una de ellas y se retira de su oficio para ofrecerle su amor feudal, decisión con ciertas consecuencias próximas a una relación apasionada actual, más por la voz del juglar en primera persona. Esta canción es un antecedente de «Brujita», del 2004 (tema más sentimental) y «Macabra palidez», una balada punk lenta, historia de la bella durmiente con un triste final. Algunas de las referencias de esta cuarteta de canciones son tomadas de la cultura popular y la literatura fantástica que en el autor de estas letras se emparejaron.


Esos panks de los que no se bailan desde hace tiempo tienen en Hermann [2], voz y letrista de Malmo, a su protagonista ˗no solo hacedor˗, ya que afirma en una entrevista: «Yo, para hacer un tema, tengo que vivir una desgracia»... No sé cuál es el hilo o fatalidad que lo lleva a utilizar tópicos añejos, solo sé que su vida es la que me hace bailar y eso es lo que despierta el daño que alguien me hizo para mi fortuna.


¡Aguante, Malmo!







[1] Marcas valorativas como adjetivos y superlativos, suenan a juicio subjetivo y emocional, pero en esta ocasión no es así, ya que son expresiones objetivas.


[2] Fue conocido por este apodo porque de joven le prestaron un ejemplar de El lobo estepario, libro que tardó en devolver, y por eso se ganó ser reconocido por el nombre del autor del libro, Hermann Hesse.

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