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  • Writer's picturePaco Valls

El portal místico

Gracias, María de Jesús


Siempre he sido un impostor, aun cuando no conocía que existía esa palabra ni mucho menos su significado. Pero es que, desde que tengo uso de razón, me han gustado las historias. Y digo que desde que tengo uso de razón porque la película de mi vida comienza a los tres años: a partir de esa edad aparecen mis primeros recuerdos. Y fue también a esa edad que le agarré gusto a la lectura.


Has de saber, querido lector, que mi devoción por leer nació a partir de los terrores nocturnos que sufría. Despertaba a la mitad de la noche porque soñaba con criaturas monstruosas tipo Frankenstein, o con gente malvada, como el bully que me instigaba en la escuela.


Puedo asegurarte que no llegué a mojar la cama, sin embargo debo reconocer que –de regreso a mi lóbrego camastro– tardaba muchísimo en conciliar el sueño. Producto de este constante insomnio, pasé los primeros años del preescolar cabeceando como obrero en cada rincón.


Yo recuerdo que mis papás intentaron de todo: desde dejar una lámpara prendida hasta obligarme a hacer pipí antes de ir a la cama. Pero nada funcionó.



Un buen día… Mejor dicho: una buena noche, mi mamá comenzó a leerme cuentos mientras me acurrucaba. Recuerdo que leía unos alegres opúsculos de tapa dura, aderezados con bellas ilustraciones, que versaban sobre ladrones árabes o princesas encerradas (y viceversa). Como puedes suponer, las historias me cautivaron de inmediato, las palabras y las situaciones me tomaron como alegre prisionero, y todas las noches le pedí a mi madre que me leyera tal o cual libro.

Un buen día (aquí sí), yo creo que harta, fatigada o desesperada, mi mamá me enseñó a leer. Y lo entiendo: debió ser en extremo agotador aquello de fungir como ginecóloga por las mañanas, ama de casa por las tardes y cuenta-cuentos por las noches. Así que un buen día se sentó conmigo y me enseñó a leer, y aunque llevaba sus buenos años atendiendo mujeres enfermas, todavía tenía más o menos fresco eso de la enseñanza, pues –para costearse la carrera– había trabajado como maestra.

Me enseñó a leer siguiendo, por supuesto, el método alfabético.


Y me enseñó también dónde y cómo se guardaban los libros.

**

Es de dominio popular saber que los atavíos más y mejor utilizados en el nosocomio son las batas blancas o los uniformes verdes o azules. Pero si uno se pone a estudiar la fauna que habita en los hospitales, al tiempo que el matasanos extirpa el líquido sinovial de las rodillas del enfermo, uno podrá percatarse de que existe una reducida especie con traje de sastre viejo y corbatín roído: parado frente a un estante, con el cartapacio oscuro en el suelo, se encuentra el vendedor de enciclopedias y literatura gris, así llamada.

Actualmente esta especie se encuentra en verdadero peligro de extinción, pero allá por el año 92 del siglo pasado estos heroicos personajes ayudaban a los médicos (de manera enunciativa, mas no limitativa) a mantenerse al día con el último tomo del Schwartz para la cirugía, por ejemplo, o la rica colección de enciclopedias de editorial Océano. No obstante el enfoque clínico que le daban a su profesión, los vende-libros también ofrecían a los galenos literatura de a de veras.


Así pues, mis papás –ambos médicos, pero además lectores– lograron hacerse de una biblioteca algo respetable. A tiro de piedra, mi versión párvula podía encontrar librillos de sansones y dalilas, de quijotes y sanchos, pero también enciclopedias infantiles, temáticas y una amplia colección de biografías, de modo que comencé a engullir todos los libros que allí había.

Mis obras favoritas eran las enciclopedias, puesto que podía resolver con ellas todas las dudas que tenía en esa edad incipiente. Buscaba, por ejemplo, qué eran las hormigas y sus características, o me ponía a investigar sobre los minerales a fin de identificar las piedras que encontraba en el patio de mi casa. Y como por esos años a mí no me gustaba mucho ser yo, también consultaba los sumarios biográficos para deleitarme con la interesantísima vida del místico Gregorio Rasputín y otros.


Desde que aprendí a leer por mi cuenta, tomé los libros que me dieron la gana y las pesadillas se esfumaron. No por ello mi mamá dejó de hacer falta, pero tuvo una preocupación menos, o digamos que tuvo una tarea menos y simple y sencillamente se dedicó a otras cosas, como a ser ginecóloga, ama de casa y madre querida, madre adorada.


Te juro que hay días en que me pongo a pensar en los malabares que hacía mi madre por aquellos años y cómo su mente debíab estar ciento por ciento ocupada, y no alcanzo a explicar si me enseñó a leer por mera necesidad o si vio en mí al lector empedernido en que me convertiría años más tarde. Creo que ya tengo la edad para preguntárselo, solo hay que esperar que pase este terrible confinamiento.




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