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  • Writer's pictureColaboraciones Variopinto

El señor de las escaleras vol.1

Adolfo Ortega


«Siempre llega mi mano más tarde que la otra mano que se mezcla a la

mía y forman una sola». En la extensión de los dedos está la mala suerte y la

buena fortuna del ciego. Por un lado, su condición le evita la pena de cruzar la mirada con

cada sonido de pasos que escucha alejarse sin desprenderse de una modesta moneda, ya

sea por mera avaricia o desinterés, ya sea por la prisa o porque comparte la misma amarga

miseria que no permiten tal despojo altruista. Por el otro, nunca podrá apreciar el color

solidario de una sonrisa o el brillo de los ojos que le brindan una módica esperanza redonda para que se ayude a vivir al día.

 

Fernando Lucio


«Qué triste», pensó el enjuto y solitario hombre, de olvidado nombre, sentado en medio de aquellas oscuras escaleras. Llevaba quién sabe cuántas horas en el mismo lugar, en la misma posición, absorto en todo lo que alguna vez había dado luz a sus días y que ahora estaba perdido. Su mano atacada por los años yacía estirada esperando alguna moneda, pero en realidad ansiaba que alguien más la tomara con ternura, lo ayudara a levantarse y lo encaminara hacia algún sitio seguro al que en algunos meses pudiera llamar hogar. Nadie vino. “Qué triste”, logró murmurar luego de un profundo suspiro el enjuto y solitario hombre sentado en la penumbra de aquellas escaleras.

Fotografía: Juan C. C. Gurrola (Metro Guerrero, Ciudad de México, 2020)


 

Góngora Balán

Luci


Un par de ojos. Los ojos más bellos del mundo. Ojos negros como semillas de caimitos nadando lechosos entre su pulpa. Miran a la gente pasar, todos apurados, todos nadando entre el gentío. Quién diría que desde el fondo de la oscuridad miran mejor, atraviesan los cientos de corazones que no se atreven a mirarlos, a sostenerles la mirada.

Un corazón, la próxima vez podría ser un corazón, tierno y cálido, ofrecido desde la propia palma de la mano a los transeúntes para gritarles: ¡aquí hubo vida, aquí hubo amor, aquí hubo miedo!


Seguramente el resultado sería el mismo. Y lo mismo con un hígado o un riñón o una

cabeza entera.


En esta ciudad, cualquiera podría andar con un cadáver en sus hombros y nadie mirará.

Cualquiera podría asaltar, violar, matar; con una cuchara escarbar los ojos de quien no nos amó, y guardarlos en una latita, tomarse un descanso en las escaleras del metro, dejar que la gente pase a nuestro lado, y nunca nadie sospechará.

Nadie tiene tiempo de voltear a ver.


Guardo los ojos más bellos del mundo en una latita de Chocomilk vieja, y todos creen que pido limosna mientras sólo tomo un descanso en medio de este transborde que ya se me hace infinito; tus hermosos ojos de semilla de caimito, negros y ovalados, Lucía, tus hermosos ojos.



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