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  • Writer's pictureColaboraciones Variopinto

El señor de las escaleras vol.2

Manuel Sánchez


Monedas sucias


El tren perdía velocidad mientras ingresaba a la estación terminal. El cansancio, entonces, se hizo presente en el cuerpo de Silvio. Bostezó largamente y estiró sus dos brazos en el momento en que las puertas se abrieron y se anunciaba que el servicio terminaba. No había prisa alguna por descender y con lentitud se puso su chamarra de mezclilla y cargó en sus hombros la mochila con las herramientas. Comenzó a caminar seguido por otros hombres que también volvían a casa con el rostro lleno de cansancio. Avanzaba con pesadez, como si quisiera exprimir la sensación de fatiga, como si ese dolor, al alargarse, reforzara el placer de llegar a casa. Sonreía, pensando que en aquel sitio encontraría la paz, el silencio y el sueño; que su cuerpo adolorido disfrutaría de la suavidad de una cama y que sus ojos cansados, deshechos por la luz intensa de la máquina de soldar, hallarían en la oscuridad la recompensa a tanta tortura. En su bolsillo cargaba la ganancia de ese día, billetes viejos y monedas sucias. «Podré comprarme una cerveza», pensó. Empujó con su cadera el torniquete y se dirigió hacia la salida de la estación. Allí lo encontró, al fondo, sentado sobre las escaleras, golpeando con el suelo su bastón y aferrándose a una bandeja donde pudiese caer algún fruto de la compasión. Silvio se detuvo antes de llegar a él y su mano tomó las monedas sucias que estaban en su pantalón. No quiso mirarlas y se aproximó al ciego. Las dejó caer en la bandeja y avanzó con prisa para no verlo más, para olvidarlo, para poder pensar que ese dinero no había existido, que nunca lo tuvo, aunque fuera poco; para desaparecer devorado por las calles vacías y poco luminosas de su barrio. Detestaba la compasión y la ternura que aquel viejo le provocaba. Las hábiles manos del ciego tomaron con rapidez y seguridad aquellas monedas sucias, comunicándole su número y su valor. Entonces, alzó la cabeza para dirigirse a las sombras y agradeció en silencio.


 

 

Verónica Edith González Cantú


METRO


Suena el pitido rete bien conocido del metro llegando a la estación, para variar me agarró en la pendeja. Cerré con prisa el libro, ya muy madreado por el ajetreo, las lluvias y por andar a las carreras. ¿Por qué será que la gente no cede el asiento a quienes vamos leyendo? El estado físico de nuestros libros se los agradecería. Apenas alcancé a salir del vagón, entre empujones y aventones, la puerta por poco me apachurra. Ojalá de verdad la sana distancia nos hubiera alcanzado en el metro, ojalá tuviéramos los recursos para no ir como gallinas en huacal, como sardinas en lata. En vez de alejarnos más nos encimamos y menos gente se quita del paso, terminamos tocándonos por todos lados.


En el andén es el mismo pleito de siempre, por un lado quienes caminan como tortugas y andan a sus anchas; por otro lxs apresuradxs que te empujan; y unos más distraidxs que se regresan en sentido contrario y te chocan de frente.


Gracias a tantas cosas raras que están pasando ahorita es que siento que la gente está más en su pedo que nunca. Yo, por ejemplo, el otro día en la estación de metro Centro Médico, mientras subía las escaleras eléctricas, iba haciendo cuentas en mi cabeza, de esas cuentas que nada resuelven, pero que hacen sentir que pagas. lnmersa en mi vida financiera, bajé las escaleras y con mis tenis bien mojados caminé sobre unos tapabocas nuevos. Era un puesto en el piso, de esos improvisados que están en los pasillos de las estaciones. Me disculpé, me apené mucho y todo y la chava del puesto ni me peló, seguro también estaba haciendo sus propias cuentas. Después pensé en la gente que compraría esos tapabocas... Y así de distraidxs estamos y así veo a todo mundo.


Al fin el montón de gente se disipó y me quedé medio sola en el andén esperando a una clienta. Por todo el relajo que está pasando me puse a vender de todo en internet. Las cuentas y el hambre no pararon con ninguna luz del semáforo. La muchacha llegó, le entregué su compra y me pagó. Ufff, una cuentita menos en qué pensar. Me metí en el siguiente tren. Regresé a mi lectura. Como si fuera película en la tele antes de los comerciales, me quedé en lo más interesante de la historia cuando llegué a mi destino, metro Chabacano. Subí por las escaleras de la salida de la estación y ahí estaba él.


Desde niña escuché todas las versiones posibles sobre el tema. Que piden dinero porque sus familiares los dejan ahí y si les das los seguirán explotando. Que esa gente hizo su camino, por algo están pidiendo y casi que se lo merecen. Que si no tienen amigos o familiares ha de ser por algo que hicieron mal. Que si mienten, que todxs los supuestxs ciegxs sí ven, y más cuando usan sus lentes negros y bastón, que es un disfraz para aprovecharse de la lástima de la gente. Que para qué piden a pura gente jodida, porque quienes andamos en metro lo somos, o al menos no nos sobra el dinero; ¿por qué no piden en lugares caros con gente de varo que son a quienes sí les sobra? También te dicen: Tú ayuda, total uno o dos pesos no te harán falta. Que si nunca sabemos cuándo podemos estar abajo (porque supuestamente estamos arriba) Que según la vida, Dios o el karma te premiarán. No te faltará si das, es ley de vida. Todo ese rollo en la cabeza y yo subiendo la escalera y él ahí. Hundido en sus pensamientos, tal vez adormilado, cansado. Me acordé de todas las veces que sentí hambre de niña, y no porque me haya faltado un plato en la mesa, sino por tragona, porque amaba y amo comer. Era tanta mi desesperación, lo recuerdo bien. Pensé que él podría tener esa hambre, o tal vez no, tal vez la suya sí es real ¿Tendrá frío? Digo, está sentado en medio de las escaleras, con el aire dándole en la espalda, aunque no anda en harapos. Y luego en México donde de por sí los que supuestamente tenemos todo completo y sano andamos tras la chuleta y se nos hace difícil, no me quiero imaginar sin vista, sin una extremidad, sin oído, sin voz... Pensando en tantas cosas innecesarias llegué al final de la escalera. Ya afuera, volteé y la soledad lo enmarcó. Unas escaleras vacías; una luz parpadeante que venía del pasillo apenas lo alumbraba; su bastón sobresalía a su cuerpo encogido. Ahí sentado, en medio de las escaleras, obstruyendo el paso de nadie. Entre la cabeza distraída en las cuentas, el bicho, la distancia, las ventas en el metro, los tapabocas, el libro a medio leer y los releídos me había olvidado de escribir. Me regresé a poner una moneda en su vasito de crema Alpura vacío, esos recipientes blancos, ya raspado y con una grieta en medio. Mi motivo: me inspiró a escribir después de un año de pandemia, año en el que lo único que encerré fue a las ganas de rayar las hojas con alguna historia.


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