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  • Verónica González Cantú

Entrega

Por: Verónica Edith González Cantú*

La mejor definición del amor no vale

un beso de una joven enamorada

Joaquim Machado de Assis

Inicio el día a las tres de la mañana en punto. El beso de Violeta en mi frente me dice que es hora de despertar; lo frío de sus labios se debe a que ha estado afuera desde hace, por lo menos, una hora.

Me meto a bañar. Mi ropa está alistada sobre la tapa de la taza de baño; en el piso, mis botas de trabajo ya están perfectamente limpias. Termino mi baño, me visto deprisa y enseguida me siento en la mesa para desayunar. Como un plato de frijoles, tortillas, una concha de chocolate y una taza de atole de amaranto. Violeta me acompaña tomando solo atole y un bolillo que chopea a ratos dentro de su taza. Hablamos un poco del trabajo, la casa y la comida.

Tengo que irme. Antes, me asomo a la cama de mis hijas aún dormidas: Rosa y Azucena. Hermosa tradición que Violeta quiso continuar compartiendo el nombre de las flores con nuestras hijas. Mi beso lo comparten sus pequeñas frentes, que se encuentran una muy pegada a la otra. En la puerta, Violeta espera mi salida. A ella la beso en los labios; sus labios tan tiernos y dulces como los pétalos de la flor que lleva su nombre.

Afuera aún es de noche. La vista del camino me hace recordar mi pueblo y sus increíbles amaneceres, que distan mucho a los de la ciudad. El amanecer citadino y su apagada luz que pelea por ser vista entre nubes café-grises podridas por tanta contaminación, no compite.

El camino al trabajo es rutinario y vacío; las personas se ignoran, nadie se saluda. Me he vuelto un poco grosero, como todos. Ya no saludo a causa de las miradas extrañas y de cómo se hacen los sordos a mis palabras. Sin embargo, aún no me roban la curiosidad, miro siempre a mi alrededor, me pregunto cosas y me intereso por la gente.

Llego a tiempo al trabajo. Tomo el material que me corresponde y lo transporto durante el día. Una, seis, diez, quince, treinta vueltas y luego treinta más. Llega la hora de comer. Violeta me puso sopa, pollo con mole, tortillas y agua de limón. Mientras como. recuerdo la promesa que le hice a don Erasmo el día que nos fuimos del pueblo: «La cuidaré, siempre». A lo que él me respondió: «Y ella a ti».

Vuelvo al trabajo, sesenta vueltas más. Al fin salgo. Está atardeciendo. El sol se cae como cuando caemos de cansancio y tedio; apresurándonos por el descanso y buscando las sombras. Hoy tengo prisa por llegar a casa. Camino las calles a donde ya no llega el transporte y me parecen interminables, debido a mi prisa y mis ganas.

Abro la reja, veo encendidas las luces. Palpita mi corazón y siento un cosquilleo entre mis piernas, abro la puerta y Violeta espera sentada en la cama. La beso en la frente y le pido que me espere, que no tardaré.

La cama de mis hijas está vacía. Están en casa de mi prima Blanca, quien fue nuestro cupido y ahora es madrina de mis hijas. Me baño. Esta vez no hay ropa alistada ni botas esperando, solo la toalla y mis chancletas. Aprisa, aprisa. De nuevo estoy frente a la hermosa Violeta sentada sobre la cama. Ambos estamos desnudos.

Es una mujer espectacular. La miro agradecido por poder amarla y ser su compañero. Su tersa y oscura piel es un deleite a mis ojos incautos, ávidos de su imagen. Sus senos pequeños y puntiagudos apuntan hacia mí, inocentemente. El brillo de su piel en sus curvas acentúa la suavidad que mis manos ya están sintiendo. Su quebrado y grueso cabello negro descansa sutilmente en sus hombros. Sus enormes ojos negros brillan y son enmarcados por sus tupidas, largas y rizadas pestañas.

Siento sus diminutas y delicadas manos entremeterse en mi cabello desordenándolo. Sus labios, sus exquisitos labios que hablan y me atraen con sus perfectas palabras. Su pequeña y respingada nariz culmina un rostro inocente y sensual. Nos besamos a mordidas, a tragos, en desorden, sin cuidado. Toco su abdomen enloquecedor y sus firmes y regordetas piernas que siempre me ha gustado mirar. Esos muslos carnosos en los que se antoja encajar los dientes, solo un poco, y hundir la cara para perderse en su perfecta piel.

Es mi mujer, Violeta. La niña preciosa de la que todos estaban enamorados. La chica seria a la que nadie se atrevía a decirle un piropo La que, al mirarte, te desnudaba el alma y te hacía sentir transparente. La madre de mis hijas. La que dejó a sus padres, don Erasmo y doña Josefa por irse a la ciudad con Filiberto, conmigo, para tener una vida mejor y poder cuidar a su próxima familia. Violeta. Violeta, mi amor.

Violeta palpita por dentro. Es como una medusa que abre y cierra, aprisionándome y liberándome con un masaje erótico. La miro con su cabello pintando la almohada; se enmarca su bello y ahora ruborizado rostro. Lamo sus labios. Quisiera poder amarla en esta cama tanto como la amo en mi corazón. Me mira feliz, plena. Cumplí la primera promesa que le hice en el altar: «Lucharé siempre por hacerte feliz». Una lágrima recorre su mejilla, es una lágrima mía que dejo caer estando sobre ella, no puedo con tanta felicidad.

Nos volvemos el mismo tallo de una flor, nuestro sudor es el rocío y desde lejos no podrías reconocer en dónde terminan sus pétalos y dónde inician los míos. Apresuramos nuestros movimientos. Estos cuatro años nos han vuelto expertos en nosotros mismos y sabemos cuándo llegará el momento en que no aguantaremos más la presión de nuestros cuerpos.

Violeta suspira, gime y besa mi mejilla con fuerza y desesperación. Yo agito mi cadera contra la suya, que me recibe entre sus perfectos muslos. Aprieto sus nalgas. Grita y su grito se ahoga en mi mejilla y el sonido retumba en todo mi interior. Se inunda mi sexo dentro del condón y afuera hay una humedad que borbotea. Me obsequia un beso en los labios, humedeciéndolos, dándome aliento.

Descanso mi rostro en su hombro y encajo sutilmente mi barbilla en su cuello. Sus pequeños dedos peinan mi necio cabello. La acaricio mientras sonreímos. Es una sonrisa de complicidad que nos hace enrojecer. Cubrimos nuestra desnudez debajo de la cobija. Al final del día, en la intimidad de nuestra habitación, aceptamos que somos un par de jóvenes de diecinueve años que tienen derecho a divertirse un viernes por la noche.


Fotografía: Nicolás Aguilar (Ciudad de México, 2020)


* Verónica Edith González Cantú es escritora de cuentos eróticos. Estudió Lengua y literaturas hispánicas en la UNAM y actualmente se desempeña como librera, promotora de lectura y cuenta-canta cuentos. Ha escrito para Diario digital UNAM, así como para las revistas Migala, Iboga, Narratorio y Correo Mayor. Twitter: @veroglezcan/ Wattpad: lectolagnia · doña clito/ IG: @escribocuento

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