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  • Aleida Cuevas Zanatta

La tiendita de la esquina

Por: Aleida Cuevas Zanatta*


Eran las tres de la mañana y el Caballo contaba por tercera vez el chiste de tres extraños que ideaban cómo salir de la cárcel. Era un punk fosilizado de las periferias de la Ciudad y hacía varios años que no le crecía cabello nuevo en la parte superior de la cabeza; había optado por dejarse la pelona y raparse las pequeñas partes donde debería estar su cabellera. Siempre salía con botas tipo dóctor Martens largas, playera negra, chaleco de mezclilla con parches y estoperoles. Tenía tatuado un caballo en la parte interna del labio inferior y vivía solo en un cuarto pequeño. La última novia que tuvo se marchó dejándole una carta en el buró.


Natalia y su hermana salieron de casa un poco después de las seis de la mañana porque tenían que caminar hasta la escuela. Normalmente las acompañaba su papá, pero esa mañana tuvieron que salir solas. Dieron la vuelta en la esquina y entonces lo vieron ahí, tirado.


—Se ve bien pálido, parece muerto —dijo Laura a su hermana. «Ay, ese Caballo. Otra vez se le pasaron las copas», pensó Natalia. No podía dejar de verlo, pero notaba algo extraño en él. Un escalofrío le recorrió la piel, apretó la mano de su hermana menor y apuró el paso sin voltear atrás.

A las once menos cuarto de la noche anterior, nadie se había aparecido a tomar una copa en la esquina de siempre, sólo estaban el Caballo y don Joaquín, dueño de la tienda que ya estaba por cerrar.

—¿Y ahora que hacemos, my friend?

—Pues hay que sacar unas caguamas, ¿no? O dile a tu vieja que no sea acá, que nos deje quedarnos en el local.

—Ya la conoces, my friend. Mejor aguanta aquí, te paso unas caguamas y un roncito, y me esperas aquí afuera y ya de seguro nos deja quedarnos en el taller. Al fin, nomás somos tú y yo.

—¡Ya vas, Barrabás! —respondió resignado.

La tercera persona que pasó frente al Caballo fue doña Mari, quien salía muy temprano a comprar las cosas para la vendimia de la tarde: el quesillo, el chicharrón y la masa de todos los días. Sospechó que algo andaba mal, con ese olfato que tienen las mujeres para detectar cuando hay pronóstico nublado. Pasó cerquita de él, se detuvo unos pasos adelante y volteó a verlo; se le notaban hinchados los pómulos. Trató de escudriñarlo, pero la posición en la que se encontraba no permitía mostrar si la caja torácica se movía.


—¿Qué te hicieron, Caballo? —pensó para sí.


Siguió caminando y dos cuadras adelante sacó tres monedas de a peso que el teléfono de la calle le escupió cuando marcó el número de emergencias.

—Llamo para reportar un hombre tirado en la calle San Pedro y San Miguel. No tiene buen aspecto, parece que lo golpearon.

 

Iban por la segunda botella. Una nube formada por el tabaco y el aliento a ron barato impregnaba la madrugada entre risas y pláticas a medias, detenidas infinitas veces. De vez en vez les caía un silencio sepulcral y a lo lejos se escuchaba el sonido siempre intermitente de la ciudad rota cayéndose a pedazos.

Esa noche no se había reunido la flota entera. Tenía apenas una semana que uno de los miembros más respetados del orgulloso escuadrón de la muerte del barrio había fallecido a filo limpio dos calles abajo. Tal vez en el fondo todos tenían miedo de que la muerte anduviera rondando las calles con nombres de santos.

Cada noche después de las diez empezaban a aparecer en su sitio de reunión, uno por uno: el Sapo, el Chiles, la Vitola, el Cindy, la Janis… Se había creado cierta camaradería, forjada cuba tras cuba, durante los últimos dos años. Las pláticas eran recurrentes y circulares, parecían un déjà vu constante; era como si las dejaran en stand by y al día siguiente las retomaran como si nunca las hubiesen interrumpido.

El Caballo se quedó mirando de pronto un punto fijo en la pared de enfrente. Sintió cómo el sudor de su frente se enfriaba, pero no logró articular las palabras; sintió el mareo habitual tras varios días seguidos de beber; sintió que estaba soñando, que era un sueño que se repetía infinitas veces, que veía su cuerpo como el de un cocodrilo o una serpiente sedienta; sintió que cambiaba de piel y que la saliva le escurría por la barbilla, luego las arcadas que no podía detener; tenía los ojos abiertos, pero no veía nada sino una nube blanca y espesa. Y el silencio, podía ver el silencio.

Don Joaquín le daba vuelta a la vieja cinta de los Ramones, cuando de pronto escuchó cómo se caía el banco de madera.

—Ni una más, Caballito, ¡eh! —todavía bromeó. Volteó y lo vio tirado en el piso, convulsionándose. Se petrificó, no sabía qué hacer. Trató de ayudarlo para que no se atragantara, pero todo fue en vano. Pensó en mil remedios que se escuchan cuando alguien tiene un ataque: poner un zapato en su boca para que no se muerda, hacer la cabeza hacia atrás, alcohol, un trapo con agua, y lo único que pudo hacer fue sostener su cabeza.


—Tranquilo, my friend. Aguanta, todo va a estar bien.

Los ocho litros de alcohol que había bebido en las últimas horas se evaporaron y su mente empezó a dar vueltas.


—Van a decir que yo lo maté, me van a acusar a mí. Pero yo no tuve la culpa. Dios: tú sabes que yo no fui —dio vueltas sobre su eje y caminó dos pasos—. ¡¿Qué hago con este pinche borracho?!


Salió del taller, dejó la música encendida a bajo volumen y acomodó el cuerpo en una posición como si estuviera dormido. Caminó una cuadra arriba, se fumó casi todo el cigarro sin descansar. Llegó a una ventana y después de varios toquidos como en clave morse algo se entreabrió a través de las protecciones; se veían unos grandes ojos en la oscuridad.

—Necesito que me acompañes, es algo importantísimo… Pinche sapo, no me quedes mal ahorita, my friend. Es algo de vida o muerte, te lo juro, ¡me cae!

Mientras caminaban al taller, don Joaquín le narró al Sapo los hechos.


—Y entonces, cuando volteé, el Caballito ya estaba colgando los tenis, retorciéndose bien gacho y sacando espuma de la boca.

—Ay, pinche suertecita que te cargas, Joaquín. Ora a ver qué chingados vamos a hacer con él —suspiró—. Ya mero va a amanecer, son casi las cinco.

Idearon un plan para irlo a aventar cerca de un canal, pero el Caballo pesaba al menos noventa kilos; era casi imposible moverlo sin que los notaran. Al final optaron por dejarlo en la esquina de enfrente.

Carmela, la esposa de don Joaquín, fue la primera en verlo. Escuchó todo desde la puerta de su habitación, luego se asomó por la ventana y vio cómo llevaban cargando al Caballo. Uno de sus brazos colgaba y golpeaba con el pavimento. Vio cómo lo acostaron en la esquina de enfrente, hasta pareciera que sólo estaba dormido. Se persignó, cerró la cortina y volvió a acostarse en la cama, pero ya no consiguió dormir.

Unas horas después, tocaron a su puerta. Don Joaquín estaba almorzando. Cuando Carmela abrió, dos uniformados preguntaron por su marido. Joaquín se puso pálido, tragó saliva.


—Claro, oficial. ¿En qué puedo servirles?


Carmela, que aún estaba de espaldas, soltó una risita burlona.


Fotografía: Nicolás Aguilar (Ciudad de México, 2020)


* Aleida Cuevas Zanatta es egresada de Letras Hispánicas de la UNAM, participó en  Intenso Carmín II, así como en las ediciones XXIV y XXV del Taller de Creación Literaria en el Borde. Guardiana de los sueños de una pequeña flor, admiradora de las pléyades y sagitariana indomable. Colección andante de refranes, amante de las fotografías antiguas, del lenguaje y sus posibilidades.

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