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  • Writer's picturePaco Valls

Papel o tijera

No era la primera vez que lo hacía y, visto a la distancia, tampoco sería la última. Tiempo después (en realidad, mucho tiempo después), descubrí que poseía el don de mentir. Leíste bien, querido lector: el don de mentir. Ahora puedo expresarlo de manera natural y jactanciosa, pero cuando estaba en la escuela las maestras (que debieron ser monjas en su vida pasada) me sermoneaban diciendo que se trataba más bien de un vicio y no de una virtud, y que debía reprimirlo hasta depurar el cuasi pecado de mi alma.


El primer recuerdo que tengo de mi primera gran mentira se remonta a mis mocedades en primero de primaria. No me juzgues a bote pronto, estimado leedor, por la oración que acabas de pronunciar. Ciertamente consta de muchas emes, quizás más de las que tu exquisito oído pudiera resistir, pero te ruego que no rebajes a cacofonía lo que intento sea un bello tropo de aliteración para retratar la tartamudez de mis primitivos años de infancia.


Retomando lo del primer recuerdo de mi primera gran mentira, me siento obligado a contarte que ocurrió en mi (también) primer viaje al caribe mexicano: vaya época de mi vida en que nuevos horizontes se inauguraron ante la incredulidad de mis tiernos ojos, vaya coyuntura para escapar de las tinieblas en que uno habita cuando se es bebé; vaya tiempos aquellos...


Regresando al asunto que nos ocupa: mi primera gran mentira ocurrió cuando visité Cancún por primera vez, allá por el lejano 1995, cuando todavía era una zona turística más bien burda. Si vieras, por ejemplo, las fotos que aún conservo del Xcaret que entonces conocí, pensarías que un huracán arrasó el hoy acaudalado parque dejándolo en sendos calzones.


Con base en los cánones preburgueses de los años noventa mexicanos, mis papás acostumbraban alquilar un auto en cada lugar que visitaban. Como acertadamente sospechas, sagaz polígrafo, aquel bonito viaje no pudo ser la excepción. Y es en este punto donde se cuela aquello de mi primera gran mentira. Resulta que la familia y yo fuimos a Chichén Itzá, y todo bonito: la maleza, las ruinas, el paisaje… Pero (toda historia tiene uno, pregúntale a Chéjov) o mis papás planearon mal el itinerario o entramos en un gusano de tiempo tipo Contacto, porque nos sorprendió la noche a la mitad del camino mientras retornábamos a Cancún.


Íbamos –según mis archivos RAM– en un Tsuru austero (hasta parece pleonasmo) de color rojo, sedán, peinando a 110 km por hora aquella interminable recta que los peninsulares osan llamar carretera federal número 180D, cuando a mi papá lo irrumpió un pesado sopor, ocasionado por las temperaturas tropicales, además de dos cocteles de camarón y un pescado a la talla que se había zampado a la hora de la comida; a esto súmale, alabado cibernauta, el triste hecho de que su flamante copilota venía irremediablemente entregada a los brazos de Morfeo en el asiento contiguo.


Como mencioné líneas arriba, el Tsuru era hiperbólicamente austero, es decir, no contaba con radiorreceptor ni reproductor de discos compactos ni nada por el estilo, y como en aquella cavernaria época los celulares no cabían todavía en el bolsillo ni transmitían siquiera el delfín de Stereo Joya, a mi papá le cayó como al coyote el inoportuno-yunque de la aburrición-soberana, lo cual terminó por agravar su inminente delirio.


II


Aún a esta edad madura «en que he descubierto que narrar es teorizar y mentir es narrar» (Umberto Eco: 1980), no logro concluir qué alocado pensamiento transitó por la mente de mi padre, mas puedo asegurarte, agudo padawan, que solo una razón de vida o muerte pudo haberlo motivado a pedirme que le contara una historia. Así es: confió el rumbo de su consciencia a un párvulo que recién hincaba sus pininos en el siempre reluciente sistema educativo mexicano.


Tan pronto fui conminado por mi ciego padre, recompuse la postura y logré colocarme en medio de los asientos delanteros del auto. Con la carretera iluminada por los faros néctar como escenario, me puse a improvisar el cuento de Pepe Angulo, un bañista al que le urgía expulsar las diecitantas cervezas que acababa de beberse, pero que –acorde con las indicaciones del salvavidas en turno– solo pudo ingresar a la orillita del mar, so peligro de caer en las fauces de un tiburón que acechaba la costa. No obstante el cuidado que Pepe Angulo tuvo para evitar un mortífero ataque, la retaguardia de aquel alegre turista fue sorprendida por un cangrejo que, hastiado de la pis del hombre, pinchó con sus agudas quelas el culo de aquel inocente borracho. Pepe Angulo regresó a la enramada donde estuvo bebiendo y lamentó no haber esperado a que subiera la marea.


Yo te ofrezco aquí, lector ágil, esta fábula (más que cuento) de manera sucinta. Debes saber y tener presente que este relato en la vida real se prolongó por trecho de dos felices horas. Indudablemente, yo estaba sumergido en un mundo de detalles y de nombres. Es que era mi momento, biatch!


Y voy a confesártelo, solo a ti, mi fiel sancho: de no haber arribado a such a fancy hotel, yo hubiera compuesto la segunda, la tercera, la cuarta, y hasta la octava parte de mi relato. En corto.


No voy a negarte, triste rocamadour, que mucho tiempo estuve avergonzado de esta facultad mía para mentir, para maquilar y decir historias. De hecho, aún quedan resquicios de ese apocamiento. Intentaré ponerlo más claro: ¿cuántos textos míos has leído en los últimos dos años? ¿Acaso habías leído algo de mí antes de hoy?


Al responder, te voy a pedir un favor, un solo favor: miente, mi precioso, miénteme...



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