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  • Writer's pictureColaboraciones Variopinto

Tiempo de fuga

Correspondencia 8mm


Tzintzuntzán, 10 de mayo de 20XX

(No escribo los últimos dos números para no espantarte)

Querido Paco Valls:


Extraño en este año incógnito tus disertaciones físicas y metafísicas, impostura y mentira, humildad y hartazgo de sinceridad, hasta tu afición crema, no me creas. Espero que te esté siendo leve el cautiverio. Te abrazo a la distancia-tiempo.


Te cuento…


La semana pasada cerró el último cine que quedaba en pie en este municipio, parecía desde hace años un establecimiento fantasma frecuentado por almas en pena; sin embargo, casi al mismo tiempo me llegó por paquetería náutica el último grito de la moda en televisores –las pantallas 10 K dejaron de existir por su definición hiperrealista que cansaba los poros–, los nuevos monstruos tienen precargadas la mejores telenovelas (aquí me ves desvanecerme de emoción) de la época en que convivimos, conbebimos –más te vale recordar mis debilidades, si no te iré a jalar los pies cual espíritu chocarrero–; así como programas musicales que hicieron y hacen desaguar presas y represas de las niñas de mis ojos: “Boleros y algo más”, con el Cuervo, y “Nostalgia” y “Añoranzas”, con Jorge Saldaña. No dejes que me pierda en mis evocaciones, Paco, pero no extraño ir al cine.


Fotografía: Nicolás Aguilar (Álvaro Obregón 286, Ciudad de México, 2020)



La primera vez que fui al cine, según yo, fue a una carpa por San Cosme o la San Simón, principios del veinte, las entradas eran de a un cuarto de tostón, creo que ahí divisé a Buster Keaton, su magic. Tanto me gustaba ir a ese chamizo que desapercibía los eructos, la dureza de nuestros asientos de ladrillo o viga, gritos, risas, groserías, hedores de los concurrentes, era parte de la experiencia, jijí. En mi siguiente vida, fue en la vecindad de los Efigenios, en la casa de la señora Veremunda, la tía de… no recuerdo qué cuate mío, donde vimos la primera edad de la televisión mexicana. Cuando crecí en adolescente imberbe, asistía al cine a cortejar y a “dar caricias y besos apasionados”, antes de merendar en la fuente de sodas más cercana al domicilio de la damisela en cuestión.


En una vida que prefiero olvidar fui asiduo de cineclubs, parte del mobiliaro de la recién inaugurada Cineteca Nacional: rendiré eterna pleitesía a los Tarkovskys, Fellinis y Kurosawas.


Para mi condición sobreviviente de waiting for 1989, preferí la música, mas es inolvidable en un yo-párvulo-noventero las películas de Disney en el cine. Nuestros padres nos llevaron a los tres hermanos al imponente Palacio Chino, colosal, para ver El rey león; recuerdo el maremágnum, mucha gente para mi edad, yo cautivado por la novedad del recinto y la muerte de Mufasa. Pocos años después con mamá fuimos a ver El jorobado de Notre Dame, rememoro ese momento más por ser el referente de una alergia que me dio por tragón, quiero creer, a minutos del fin. De bachiller hasta que conocí a mi amor festejaba mis cumpleaños yendo al cine solo; para evitar a la gente, elucubraba un plan misántropo que tenía como escenario al cinematógrafo del Chopo (que dejé de frecuentar porque me mordió un arácnido), el Fósforo de San Ildefonso y la Cineteca. Era triste pero feliz, como el inicio del fin.


Tiempo después tuvo el acaso la ventura de llenarme de malas experiencias en el cine. Es imposible permanecer más de cinco minutos con el masticar desaforado de quien ve en las palomitas el fin del mundo y con el estruendoso sorber con popote de la última gota del refresco, cual si fuera el maná. Dinamita. En el cine, los concurrentes tomaban asiento y se volvían el gigante orgullecido que te lo hace saber con constantes golpes en la espalda. Maldigo los celulares, para qué ibais al cine si vais a estar viendo memes, redes sociales o mensajería instantánea; no maldigo a los inconscientes, los abrazo a distancia, al final son libres de hacer lo que les venga en gana, con el cine se perdió el respeto. Paco, ¿este infortunio es una extensión de mi maldición?


Sólo te puedo decir algo del futuro, pariremos chichones por andar de beodos y habrá escasez de cines, gracias a Dios, pues se volvió más placentero el streaming.


Deo volente nos volveremos a ver.

Cuídense mucho.

**

*

Lunes, 27 de abril de 1998


No coincido con tus ideas, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a publicarlas.


Voltaire


P. Maritornes, mi estimado:


No sabes el gusto que me embarga volver a leerte, a pesar de que todavía no logro acostumbrarme a este dispositivo para comunicarnos. Un tío que es científico y que se dedica a preparar clarasol en su patio me dice que se trata de una computadora del futuro, pero yo no alcanzo a colegir cómo un cristal tan pequeño logra transmitir imágenes sin grandes transistores o proyectores... Me cuesta creer que algún día ese aparatito sustituirá al cine o a la tele como tal.

En primer lugar quiero decirte que siento mucho que el Majestic de tu colonia haya acaecido ya, aunque debo admitir que era de suponerse. Las cosas por acá están cambiando raudamente, querido Toto. No sé si sepas, pero a la ciudad están llegando cines más grandes que los Multicinemas, con instalaciones que albergan 10 o 12 salas, todas alfombradas y con aire acondicionado, para 80 personas cada una. Ayer precisamente fui a uno de estos complejos con los niños y me causó un profundo extrañamiento aquello de ver películas junto a poca gente, es como si la diversión se hubiera privatizado de un día a otro.


Por ello no puedo comprender tu desafecto por el cine o, mejor dicho, tu repulsión hacia las salas cinematográficas, y aunque a mí particularmente no me gusta elevar a diatriba lo que puede ser una sana y respetuosa confrontación de ideas, me gustaría debatir sobre algo que en tu texto abordas.


Llama mi atención que parte de tu enfado hacia las salas del cine provenga del ruido que en ellas se padece. Como mi amigo mac ha acreditado, tu argumentación parte de un análisis sesudo sobre los tipos que viene uno a encontrarse en esos recintos de alegre dispersión: el joven sabelotodo que no para de criticar tal o cual escena, el señor león que aprovecha la oscuridad del sitio para echarse un coyotito, la señora que se la pasa riñendo con el niño berrinchudo que no entiende nada, etcétera [1].


Nadie puede refutar que las conglomeraciones ahuyentan a los espíritus flemáticos como el tuyo, felino compadre. Sabido es que la gente de pensamiento tranquilo y sereno busca parsimonia para promover su genio reflexivo, y nadie puede tampoco desdecir esta ley de la naturaleza, no obstante presiento un dejo de obcecación en tu postura, pues que yo sepa (y como tú monográficamente lo has manifestado) los cines detentan un carácter gregario cuando menos desde mitad de siglo.


No podemos ni debemos olvidar el majestuoso Cine Teresa, reducido actualmente a un nido de masturbadores impenitentes. Nadie mejor que tú sabe que en su muy amplia sala de proyección cabían cerca de 2,000 espectadores, por lo que ir al cine representaba la mejor chance que teníamos para conectar con galantes damas e invitarlas posteriormente a los salones de baile ubicados en avenida Rosales y Puente de Alvarado. ¡Vaya, qué tiempos!


Creo que estoy envejeciendo porque comienzo a sentir nostalgia. Ese día en el nuevo cine, no sabes cuánto añoré el vestíbulo del Venustiano Carranza, ese amplísimo portal como brazos abiertos y en cuyo fondo un largo exhibidor despachaba no solo las clásicas palomitas de maíz con mantequilla, sino también frutas, como duraznos, manzanas y peras, además de sándwiches de mortadela y larines de dos pesos… ¡Cuántas veces no nos encontramos ahí los de la palomilla para departir las excelsas Guerra de las galaxias, los Padrinos y hasta las del Zayas!


No me parece justo, pues, mi querido Maritornes, que des vuelta de tuerca a la esencia colectiva que de facto posee la sala cinematográfica, ese espacio donde una pantalla enorme y un sonido que arropa el caracol de nuestro oído amplifican la percepción de nuestros sentidos. Recuerda, eterno amigo, que la experiencia cinematográfica es un bien, y como reza el dicho: “Los bienes, si no son compartidos, no son bienes”. Aboguemos porque el cine no se convierta en un privilegio particular.


Sin más que decirte, espero con ansias tus próximas cartas. Remito también afectuosos saludos a mi comadrita.

Un fuerte abrazo,

Paco Valls

Fotografía: Espectadores al interior de un cine. AGN, Archivo Fotográfico Díaz, Delgado y García, caja 54-5. (1930)


PS. Creo que el tlc va a ahogar el campo mexicano, ¿son claras mis sospechas?

[1] No podemos decodificar aquello de los celulares. ¿Se trata, acaso, de esos enseres plasmáticos del futuro que han creado para sentirse siempre acompañados?

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