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  • Writer's pictureColaboraciones Variopinto

Tiempo de fuga III


Fotografía: Nicolás Aguilar (Ciudad de México, 2011)

 

Alfonsina


Por: J. C. Colón Gurrola


Tres ancianos se sacrificaron por la voz de Alfonsina.


Le decían de cariño Ponchita, aunque creo que no fue tanto por la edad de la cantante, familiaridad o aprecio, sino que este diminutivo se acuñó por su voz tan próxima que reinaba en los boleros de El fonógrafo, música ligada a tus recuerdos, estación preferida de ese par más uno.


Las dos primicias sobre sus muertes, con su respectiva fotografía amarillista de rojo, fueron apareciendo una a una por los rotativos del país, más como un acto morboso que compasivo. Primero fue Ausencio, que según el primer reportero que llegó al lugar de los hechos, la voz de Ponchita lo embaucó, lo encandiló con un canto de sirena que le perdió la cabeza e hizo de la letra, esparcida por el viento, un mandato maldito: “aquí te dejo el lápiz que escribió mi última carta / para que te saques los ojos y así desangres lo que lloré / ya estoy harta, te olvidé”. Ausencio, desafortunadamente, no llegó al último verso, el dolor ahogó primero su oído izquierdo, después el derecho, a decir de la autopsia. Ponchita desapareció.


Meses después inundó los medios de comunicación la noticia sobre Rufino, setentón soltero y comprometido con las buenas causas. Para ese entonces la figura de la estrella de la radio se había deformado hasta el ridículo: se decía que era hombre, que era una viejita ciega, que era un experimento ruso, que nunca existió, hasta un supuesto sobrino suyo llegó a declarar que su tía tenía esa voz porque de niña le gustaba comer insectos sonantes. Según los periódicos, Rufino comenzó con la búsqueda de la artista a días de su desaparición. Las pesquisas que hizo dieron frutos: en su círculo de amigos presumía una fotografía a blanco y negro, en donde según él se encontraba el rostro de la ausente en el contorno de las nubes. En el instante que oprimió el gatillo de la cámara escuchó el último éxito de la cantante y su llamado a La Castañeda.

Solo yo y la fotografía recordamos que Alfonsina existió.

 

Haz


Por: Humberto Calles


Desde mi ventana contemplo el cuerpo estriado de esta luz iridiscente. Arrellanado en mi sofá de lino, he visto los pormenores de su comportamiento: una onda que crece y se despliega sobre la ciudad. Envuelto en una nube de cigarro y aliento de cobre, escucho en las noticias que comienza el fin del mundo. “Una explosión de bosones en el Pacífico consume la atmósfera en microsegundos”, dice una periodista con la garganta entrecortada. “Se estima que la vida, como la conocemos, no llega al día de mañana”.


Quiero moverme, levantarme y correr a las montañas, pero no encuentro razones para hacerlo. Cuando de joven imaginaba el apocalipsis, suponía que las sensaciones serían de alivio. Nunca quise vivir demasiado, me agobiaba tener que sobrevivir. El instinto de supervivencia es una lápida. Si tuviera un perro, lo abrazaría y le diría que todo va a salir bien.


Tomo mi celular y marco el número de la abuela. Las líneas están estropeadas. ¿Qué muere primero cuando se acaba el mundo? Enciendo un cigarro y observo que la onda se ha expandido. Ya no hay radio ni televisión. Afuera, la gente llena las calles con sus autos y gritos. Una voz interna me dice que no hay dónde ir.


Las ondas se esparcen de manera cadenciosa y de vez en cuando aparece un largo aliento que quema el azul del cielo. Comienzo a sudar. Las antenas de televisión se derriten y en las montañas surgen incendios. Las azoteas también arden, estallan los tanques de gas y se desploman los tinacos. El hombre es el lobo del hombre y de lo que lo rodea. Las noticias no señalaron qué provocó la explosión en el Pacífico.


En este momento, quiero creer en una deidad. Hablo con ella. Le pregunto qué hacer. Canta mi cólera. Rezo lo que aprendí de niño. ¿Y si dios es esa llama? ¿No se simbolizaba así a dios en el Renacimiento? Si extiendo largo el índice, podré alcanzarlo. Abro la pestaña de la ventana, remuevo el mosquitero y extiendo primero mi dedo, luego mi mano izquierda, después todo el brazo y al último nada. Sólo otras ventanas, otros muros, el concreto.

 

¿Milagro?


Por: Humberto Lumbreras


¿Cuántos días habían pasado desde la última vez que vio a un humano? ¿Cuántos desde el inicio de la Gran Plaga, que lo había dejado como el último vestigio de su raza?


Veía los cadavéricos edificios desde la ventana del único cuarto que encontró digno de instalarse. De pronto un ruido: Toc, toc. Alguien tocaba la puerta.


No, no podía ser. ¿Cómo era posible que alguien estuviera ante esa puerta si estaba segurísimo de ser el único que quedaba en el planeta?


La manija comenzó a girar mientras unas pesadas y frías gotas caían por su rostro.

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