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  • Writer's pictureHumberto Lumbreras

Amor rojo con verduras

«De piedra ha de ser la cama, de piedra la cabecera. La mujer que a mí me quiera, me ha de querer de a de veras...». Así entonaba Lupe, mi abuelita, las primeras estrofas de una canción que, ella decía, Cuco Sánchez interpretaba soberbiamente.


Yo leía en la sala un libro acerca del pasado lacustre de la delegación Iztacalco. La casa de Mirasoles se encontraba extrañamente vacía; mi abuelo Daniel leía religiosamente el Reader’s Digest acostado en su cama. Supuse que tío Payos se hallaba en el tianguis de Las Torres. Mi tío Pipi llegaba después de las 7, mis tíos Coche y Adriana seguramente se encontraban en sus casas localizadas en el mismo fraccionamiento y mi papá con mi hermana estarían en las tortillas comprando el característico kilo y medio que se necesitaba cuando íbamos de visita.


Detuve mi lectura para contemplar a mi abuela cantando «La Cama de Piedra». Su voz llegaba dulcísima a la sala desde la cocina, lugar donde ejercía total maestría, porque si algo vi en ella era el goce tremendo que la bañaba al cocinar, seguramente potenciado por el profundo amor que profesaba a su familia, aunado a la desgastante cotidianidad con la que lo hacía desde tiempos más allá de mi memoria.


–Qué bonito cantas abue’ –le dije. Ella volteó a verme de reojo y esbozó una sonrisa. El mandil morado que llevaba hacía juego con su nevada cabellera. Me mandó un beso, nada más.


Aquel día se sirvió sopa de cebolla, arroz rojo con verduras y tortitas de amaranto. Nunca me he encontrado con nada similar a lo que ella preparaba. Había tanto cariño en esos alimentos que una atmósfera de pertenencia inundaba a todos los presentes en el comedor; no había forma de sentirse rechazado en aquella mesa.


Y de todas las delicias de doña Lupe que tuve la fortuna de probar, el arroz rojo con verduras es el que se volvió, a mi paladar, su plato insignia; poseedor de un sabor indeleble, tenía la facultad de llevarte a un estado de gozo, y ahí se mantiene ese recuerdo preciso: la acidez, el peso, la consistencia, el dulzor de ese arroz se han afianzado en mi memoria a un grado tal que se convirtió en el tótem que me ayuda a regresar a una infancia irrecuperable. Recuerdo inalterado que transporta a un mundo cuyo acceso se hace cada vez más difícil. El tiempo es tremebundo y conspira con la memoria para opacarlo todo.


Aún sigo en la búsqueda de algún lugar donde se reproduzca mi madalena de Proust: una cazuela poseedora de un olor indescifrable que ayude a visualizar a esa viejita encantadora que cocinaba alegremente por las tardes.



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