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  • Writer's pictureHumberto Lumbreras

Regalo Esmeralda


Vivo en la Tabacalera, una colonia que me ha acercado a muchísimos lugares. Su colindancia con la San Rafael, Santa María la Ribera; lo cerca que están la Guerrero y Tlatelolco, el Centro y todas sus delicias a un par de estaciones del metro, me hacen sentir que vivo en el ombligo de Ciudad Comelona.


Muchos son los restaurantes, puestos, locales y carritos que se han convertido en mi «Sueño del Cazador» (no podía faltar la referencia gamer): proveen alivio, paz, nostalgia, alegría y a veces hasta solemnidad en cada mordida.


Los sábados se pone un tianguis sobre Ezequiel Montes, y es uno muy pequeño, abarca solo dos calles. Son contadas las veces que he ido porque los horarios de mis trabajos no me daban mucho permiso. Y casi siempre era para abastecerme de verduras, miel, jengibre o alguna jerga... Al final del tianguis, llegando a la esquina con Edison, hay numerosos puestos de comida, muchas carnitas, bistec, longaniza, tlacoyos, quesadillas, gorditas, la infaltable barbacoa y los mixiotes.


En una visita que hice porque necesitaba limones para hacer mi legendaria agua de limón (mi roomie y un par de exparejas la avalan), me animé a buscar algo para desayunar. La primera vuelta que le di me dejó medio agüitado: nada me provocó ganas, y eso que soy de fácil antojo. Intenté convencerme dando un vistazo más. Ninguno de esos antojitos me convencían. A la mitad de mi vuelta vi a un señor que, detrás de tres ollas, despachaba algo que resaltó por su color oscuro y del cual no me había percatado en la primera vuelta: moronga. Me quedé unos segundos pensando que no había visto a nadie más vendiendo moronga y la particularidad de lo que ofrecía fue lo que me terminó de convencer. Me acerqué al círculo de unas cinco personas que lo rodeaban, todos hombres mayores, casi senectos. Vi que las tres ollas contenían tres guisos diferentes: una tenía la moronga, la otra longaniza y la última chicharrón en salsa verde.


Esperé mi turno, mientras checaba como iban servidos esos tacos. El señor tomaba un par de tortillas de una hielera, ponía encima el guiso indicado y lo colocaba en un plato con su respectivo papelito de estraza. Nada más. Nada de arroz, frijoles, nopales o papas.


Cuando me preguntó de qué iban a ser los míos, le dije que uno de moronga.«¿Nomás, joven?». Su pregunta me hizo pensar, en cuestión de microsegundos, que uno de chicharrón no estaría mal. «Écheme uno de chicharrón también». El proceso fue el mismo que con los clientes previos.


En segundos me encontré sentado acomodando mis tacos para comermelos en orden (siempre importa el orden, chiavos). Mordí el de moronga. Muy bueno, se notaba el sabor de la hierbabuena, el picor del chile serrano se sentía lejano (pero presente, como ella las semanas siguientes). Y un plus: la moronga estaba picadita en trozos pequeños, bien mezclada con la gracita y tripa del puerco. Un excelente taco de moronga.


Después de pasar el bocado, mi vista se centró en el de chicharrón, nada del otro mundo. Chicharrón en salsa verde. Ahí pensé que mejor debí pedir uno más de moronga, pero bueno, me acababa este y pediría otro de esa deliciosa sangre coagulada.


Pero el maldito lo hizo desde la primera mordida. Lo mastiqué pocas veces (no solo por esa terrible costumbre mía) y pasé el bocado. Volteé a ver la mano que sostenía ese taco, estoy seguro de que mis ojos estaban desorbitados, como si me hubieran dado a probar la más increíble de las drogas. Y eso habían hecho. Lo volví a morder. No pude más, solté un pequeño gemido de satisfacción. Devoré el taco y me dirigí de nuevo a las ollas mientras aún masticaba. Para mi suerte no había nadie esperando a ser despachado: «Híjole, jefe, deme otro de chicharrón por favor». Lo mismo, y creo que aún más sabroso. Casi succionado este otro. Y pedí uno más.

Cuando me lo sirvió, me comprometí a guardar compostura. Tratar de desvelar el misterio. Me percaté que a la fina capa de piel la protegían trozos de carne rechoncha, grasosa. Seguro que eso ayudaba mucho. No se usaba cualquier chicharrón. Pero este sabor no solo provenía del cerdo. Había un secreto en la salsa. Ahí tenía que estar. Y sí: la salsa no brindaba esa acidez característica del tomate; de hecho, ofrecía un ligero toque dulce, pero de ese dulzor que suelta el jitomate. Probando la pura salsa logré distinguir un poco de epazote y especias. Pero nada más. ¿De dónde venía entonces este sabor profundísimo y elaborado? Seguía contemplando el taco, pero ahora ya veía una joyita esmeralda en un plato de plástico con un pequeño trozo de papel estraza que servía de tapete.


–Cielos –dije– qué cosa tan increíble (e inesperada). Decidí no perder tiempo y hacer lo que debía. Igual, no duró ni un minuto en el plato. Me quedé un momento más procesando toda esta experiencia (así es, no solo se viven experiencias culinarias en los restaurantes).

Pensé en pedirme otro. Pero no era prudente comenzar a pecar desde el desayuno. Dije cuántos tacos me comí y pagué. En eso, una voz femenina en voz alta dijo: «Abuela, se está acabando el chicharrón, ¿me pasas la otra cazuela?». Y ahí, al fondo del puesto, estaba una viejita pequeña y rechoncha sentada en una silla de plástico, movía una cuchara en una cacerola de acero. «Ahí está el secreto», dije para mis adentros.


Me dieron el cambio y dejé su propina en un pequeño cochinito de plástico. Solo me animé a preguntarle a quien me dio el cambio que dónde se ponían al otro día. Me soltó una lista de colonias, todas alejadas una de otra y mucho más alejadas de la Tabacalera.


Me despedí diciéndoles que era el chicharrón en salsa verde más sabroso que había probado. El señor me agradeció y agregó: «Es gracias a la jefa, ella lo hace». Volteé a mirar a la señora y le agradecí también. Ella solo se sonrojó y me hizo una seña con la palma de la mano. Siempre es importante hacerles saber que no venden únicamente comida.


Había creado un vínculo más con la comida y con un lugar. Y gracias a un pequeño puesto de Fuerza del Comercio. Mientras caminaba a casa pensé en todas las veces que se me había presentado un regalo así, envuelto en un par de tortillas.



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