top of page
  • Writer's pictureHumberto Lumbreras

Arcón

I


Cada mañana de Navidad, me podían encontrar sentado en la mesa desde temprano. No importaba qué tan tarde me había ido a descansar, a las nueve de la mañana ya estaba yo esperando el plato insignia de las fiestas decembrinas: la torta de recalentado.


Todos tenemos nuestra particular torta de recalentado, pero la que me hacía estar religiosamente en el comedor era una de pavo con espagueti escurriendo salsa de jitomate y crema.


Siempre era el primero a la mesa, por eso mi abuela decía que conmigo nunca tuvo problema con darme de comer, yo solito llegaba a buscar la comida y jamás le remilgué algo. Sentado ahí me llevaba una taza de café con leche. «Sóplale, para que no te vayas a quemar», me decía al tiempo que acercaba la azucarera. Mientras yo luchaba por tomarme el café, mi abuela procedía a blandir un pequeño cuchillo de sierra y a atravesar bolillos con singular destreza. Al terminar, se llevaba los panes a la cocina y después de un rato regresaba con una charola y dos tremendos bolillos rellenos. Una torta era para ella, claro.


Mientras daba pequeñas mordidas y vistazos rápidos a la televisión, la sala se iba llenando de gente y ruidos otra vez. Y yo me sentía feliz: la Navidad se manifestaba en esos cuartos repletos de vida, no necesitaba nada más que una servilleta para limpiarme la boca y esperar a las tres de la tarde para empacarme otra suculenta torta de recalentado.


II


Me gustaba que te gustara tanto la Navidad. ¿Alguna vez te dije lo radiante que te veías cuando encendiste las luces de nuestro primer árbol navideño? Sonreías plenamente y eso me hacía profundamente feliz. Días después, maldecías el árbol entre lágrimas por arañarle la cara al perro, hacerte gastar tanto y dejarme sin regalo; espero haberte abrazado lo suficientemente fuerte para hacerte saber que todo estaba bien.


El año siguiente se fue como agua. De pronto, ahí estabas de nuevo extendiendo luces y diciéndole a Choby que ni pensara en acercarse al árbol; él sólo te replicaba con esa mirada gacha de siempre. Yo seguía pensando que te veías preciosa. Pasamos la Navidad en casa de mi familia. No te costaba trabajo estar con ellos, siempre fuiste abierta y amable con todos, y puedo decir que mi mamá te quería mucho. Me sigue preguntando por ti.


Esa noche, a la hora del brindis, nos abrazamos y besamos; nos prometimos varias cosas y dijiste que me amabas. Las luces rojas y verdes te iluminaban el rostro, esa fue la última vez que te dije sinceramente que yo también te amaba.


III


Esa fue la ultima Navidad que estuviste con nosotros. Tal vez instintivamente lo sabíamos y por eso decidimos hacer algo especial, como irnos a los pies de los volcanes y pasar la Nochebuena en unas cabañas. Lo más curioso es que dijiste que sí, como si tú también supieras que esa iba a ser tu ultima Navidad y vaya, tenía que ser diferente. ¿No?


Recuerdo que cuando mi mamá me contó el plan, lo primero que le dije fue que habías aceptado. Siempre fuiste de estar en casa y pasarla ahí, te gustaba que estuvieran todos, pero en tu hogar, sin nada que incluyera cambios o potenciales amenazas que fastidiaran la celebración que tanto amabas.


Esa noche cenamos delicioso. En serio te estabas despidiendo, ¿verdad? No éramos tantos como siempre, pero aún así llenamos un cuarto del salón del restaurante. No hablaste mucho, pero tu sonrisa lo decía todo. Quien diría que meses después te costaría tanto esbozar una mueca que no fuera de dolor por el cáncer que taladraba tus huesos.


Te juro que todos los años celebraré Navidad y brindaré en tu honor con un vaso de sidra barata, esa que tanto te gustaba y te ponía colorado.



173 views

Related Posts

See All

Comments


bottom of page