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  • Verónica González Cantú

Da Capo

Bastante trabajo me ha costado cometer mis pecados

como para malbaratarlos en arrepentimientos vanos.

J. S.


El auto se aleja por la calle oscura. Las luces parpadeantes de los semáforos son las únicas que iluminan el camino. Los focos traseros adquieren un rojo intenso al dar la vuelta antes de desaparecer. A la distancia, ella se imagina que va escuchando una canción de Queen, y desea que la música le recuerde que, a pesar de la distancia física, sigue entre sus brazos.


Sus labios apenas se juntan, casi como un reflejo. Ese tacto insinúa que llevan años besándose. Romeo ya no parece tan exagerado como cuando a su amada le deseaba mil veces buenas noches. Se abrazan llenos de ternura. Mil veces buenas noches. Él le hace cosquillas con su barba en el cuello. Ella respira en su oreja y le recuerda aquellos desesperados gemidos. Mil veces buenas noches. Abre la puerta del copiloto y se dan un último apretón de manos. Mil veces buenas noches. Sale del auto con la esperanza de volver a ver esos bellos ojos a la altura de los suyos. Se va con la esperanza de volver a mirarla. El auto se aleja.


Caminan por el estacionamiento del hotel. Hasta que suben al auto, se toman de las manos y anhelan no llegar donde cada quien debe tomar su propio camino. Van rumbo a la primera parada, el destino de ella. Llegan después de un camino lleno de halagos y recuerdos vivos de su recién vivida experiencia. Sus labios apenas se juntan.


El pasillo es tan pequeño. Desearían que midiera kilómetros para prolongar lo más posible su estancia en el sueño. Ella camina delante de él. Él la toma de la cintura, acerca su sexo a sus nalgas, besa su cuello y la hace estremecer por enésima vez en la noche. Ella ríe nerviosa y se aleja temerosa de que los vean. Unas llaves cuelgan de su mano, mismas que hay que entregar en la ventanilla próxima. En tono de broma, él le explica a la recepcionista que ellos no fueron los autores del escándalo. El sitio para la llave 22 vuelve a ser ocupado.


Hacen un inventario mental de sus pertenencias: llaves, celular, cartera, caja de condones, cervezas no bebidas. En secreto y con cuidado, cada uno guarda el amor repentino y honesto que la cama exorcizó de sus precavidos corazones. Será importante conservarlo en caso de que la siguiente cita se tome su tiempo para suceder. Cierran la puerta de la habitación. El pasillo es tan pequeño.


Hora de bañarse. En teoría, el agua caliente saldrá al abrir la llave izquierda. No se usará jabón ni champú. Entran al baño abrazados, llenos de sudor y fluidos. Ella está contra la pared, cuando el pene erecto se entromete en su vagina. La hora apremia, no hay tiempo para repetir. Ambos miran al otro de espaldas y curiosos toman imágenes que se conservarán celosamente en su memoria. Su espalda, sus nalgas, sus piernas. Un cuadro de su desnudez, de la libertad de la piel.


El agua está helada. A él le da igual, empieza a bañarse y su espalda paga su prisa. Sus rizos castaños están más libres que nunca, su barba llena de olor a mar. Limpia y acaricia los pliegues de su sexo desenterrando los humores que pudieran haber quedado. Ella lo observa y él le sonríe. Como un disparo a quemarropa, le sonríe, directo al corazón; le sonríe y después ríe. Una belleza excepcional, ¡al fin hay agua caliente! Ella enjuaga su entrepierna, siente una suavidad lechosa que se desbarata hasta irse por la coladera. La huella de tres orgasmos no es poca. Se moja los senos y se sabe observada. Deben salir pronto, pronto. Se visten, y entre comentarios de todo tipo, lamentan que su noche sea tan breve y sus ganas de quedarse tan interminables. Hay que revisar que no se quede nada en la habitación. Hacen un inventario mental de sus pertenencias.


Suscitó un huracán. Hay prendas de vestir regadas por doquier, un paquete de condones abierto, un condón lleno de humores. Ellos están acostados cruzando la cama, uno junto al otro, cada quien en su propio sudor y agotamiento. Reviven su fantasía, repasan el paso de ese torbellino que, al desordenar la claridad del actuar, los ordenó por dentro. Hora de bañarse.


Baja de montarlo para mamarlo. Se recuesta en su vientre. Él hace la atinada observación de que está muy cómoda. Ella abre su boca, él la penetra. Cierran los ojos, como los feligreses al recibir su comunión. Rezan para sus adentros una oración de agradecimiento al deseo, al destino, a la valentía de no dejarse pasar. “Gracias a las divinidades por el placer de comerlo en un oral”, recita ella. “Gracias por sus labios, por tenerlos”, él reza. Ella agita su mano, él pide más presión y suspira fuerte; los dedos de sus pies se retuercen. Pasados unos minutos delirantes, él explota. Su orgasmo se descarga en su propio vientre. Se lleva las manos al rostro y con ello silencia parcialmente sus gemidos. Ella no puede parar de verlo, guarda la imagen de su cuerpo desnudo, agradecido y excitado. Él habla. Ella podría volver a empezar todo con las dos palabras que él pronuncia. Inicia la calma tras la tormenta, como si hubiera suscitado un desastre natural. Suscitó un huracán.


Al fin, lo monta. Anhelaba estar encima de su vientre, sobre ese hueso que le ayuda a estimular el clítoris. Ella desborda un mar. Está a punto. La piel se ha tornado aún más suave, la espalda se curva y él la mira atento. No pierde ningún detalle. Ella se toma los senos y lame sus pezones, él le dice dos mentiras. Un vaivén los mantiene unidos. Sin cuidado, ella posa sus uñas en su pecho, cuando la sorprende su orgasmo. Él la está tomando de las nalgas, ambos se aferran a ese momento. Él le aparta las manos para besarlas. Hermoso. Ella grita, se retuerce y llena sus sexos de un agradecimiento por coincidir. Planea sustituir su vagina por su boca. Baja de montarlo para mamarlo.


Ella le da la espalda, él besa sus hombros. La toma con firmeza del cabello. La penetra. Ella le pide más fuerza; él, que se mueva contra su pelvis. Están cumpliendo una lista de peticiones que urgía atender. El espejo los retrata y él comenta que deberían grabarse. Ella está de acuerdo, “deberían”. Él mira sus senos contonearse, ella observa el empuje de su cadera. Ambos están hipnotizados por el rítmico y armonioso movimiento. Ella siente ese característico palpitar en el vientre, esa presión de los labios que avisa que viene un orgasmo, sus piernas se rinden y cae contra el colchón. Él la sostiene de la cadera sin dejar de penetrarla, los alcanzó su orgasmo. Deben separarse. Quiere montarlo. Al fin, lo monta.


Los cuerpos se ubican paralelos. Él empuja su cadera, sorprendido se ve tomado de las nalgas. Toca la cintura. Toca la espalda. Toca el vientre. Toca las paredes de su vagina. Siente la punta de su pene muy adentro y agradece en gemidos. Se besan, angustiosamente, se besan. Y sudan tanto, el sudor delata sus ganas, su necesidad, su espera. Él le pide que se voltee. Ella le da la espalda.


Él sale a recepción a comprar unos condones. En su ausencia, ella da vueltas por la cama, qué ansiedad tan grande. Entra y ya no hay excusas: van a coger. No hay algo que los detenga, lo van a hacer. Continúan y vuelven a desnudarse, besarse, tocarse, en distinto orden. La chupa, ella siente su lengua y lo detiene. Entonces la penetra. Se ha repetido esta escena miles de veces en la cabeza de cada uno. La penetra. Se prometieron hacerlo. La penetra. Está pasando. La penetra. Los cuerpos se ubican paralelos.


Llegan a la habitación y cierran la puerta. Dejan en el tocador las cervezas, las llaves y el celular. Comienzan a besarse. Él se sienta en la cama e inmediatamente la toma de las nalgas, ella siente un calor poco usual. Suda su espalda y siente las manos de él aún temblorosas, lo que la excita mucho. Siente su barba contra su rostro, no quiere dejar de acariciarlo, quiere mirarlo a los ojos. Todo es querer. Lengüetazos, mordidas y caricias entre los labios. Prueban su saliva, sienten sus dientes, se mezcla su sudor. Lo siente erecto, ella es pura agua. Sabe que no va a ser suficiente con sólo besarse. Caen al piso la blusa, el sostén, la camiseta. Deben parar. No hay condón, deben detenerse. Él sale a recepción a comprar unos condones.


Desea estar con él enseguida, borrar esa distancia física y estar entre sus brazos por primera vez. Sale a su encuentro. Le sudan las manos. Quisiera verse, oler, estar más lista para esta cita. Él sale del auto, está más preparado que ella. Ha tenido horas de ventaja para saber que hoy, por lo menos, existía una posibilidad de verse. Compró de camino unas cervezas, sólo comenzó a tomar una y ha fumado uno o dos cigarros. La mira a lo lejos. Ella es como en las fotos, pero luce diferente. Él es como en las fotos, pero algo tiene distinto. Caminan. Se acercan. Él se atreve a besarla, un roce apenas. Ella debe marcar un espacio y abrazarlo. Sólo a él le tiemblan las manos, ella resiste el duro palpitar de su pecho. ¡Viniste! Suben al auto, no saben hacia dónde dirigirse. Se tocan las manos, se abrazan. Aunque se prometen sólo besos, sólo hablar, entran a un hotel. Llegan a la habitación y cierran la puerta.



El auto se acerca por la oscura calle. Las luces parpadeantes de los semáforos son las únicas que iluminan el camino. Los focos delanteros del auto adquieren una luz intensa al estacionarse y después se apagan suavemente. Ella lo imagina escribiendo ese mensaje que al fin llega y desea estar con él enseguida, borrar esa distancia física y estar entre sus brazos por primera vez, aunque no deberían.

 

Verónica Edith González Cantú es escritora de cuentos eróticos. Estudió Lengua y literaturas hispánicas en la UNAM y actualmente se desempeña como librera, promotora de lectura y cuenta-canta cuentos. Ha escrito para Diario digital UNAM, así como para las revistas Migala, Iboga, Narratorio y Correo Mayor. Twitter: @veroglezcan/ Wattpad: lectolagnia · doña clito/ IG: @escribocuento


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