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  • Writer's pictureHumberto Lumbreras

Misa Novillera

Me gusta contemplar mi historia recordando los lugares donde se llevaron a cabo eventos inolvidables. El número 49 de la calle Venustiano Carranza se ha convertido en receptáculo de muchos de ellos, un templo al que trato de acudir lo más posible para confesar y al mismo tiempo expiar todos mis males. Miren que nunca falla en eso.


Ha pasado a ser una especie de santuario errático cuyos mosaicos repletos de frases teporochas, manteles brillantes y mobiliario medio erizo cargan con infinidad de momentos y emociones. Siempre que voy, obtengo una visión generalizada de mi vida y de quienes la comparten conmigo. Y es que después de ciertas rondas de bolas se brinda con una especie de gozo tan complejo y esperanzador que solo se obtiene en los momentos de éxtasis plenos.


Cómo no sentirse así si todo en La Faena es una reliquia casi poética que emana aires de invocación. Mantiene un afán de nula modernización (la rocola es lo más nuevo que hay, y eso porque es inevitable adaptarse al espíritu de los tiempos) que puede generar una primera vista más desagradable que nostálgica. Yo sé, las vitrinas empolvadas, el descascaramiento de sus techos y botellas de salsa con restos ya secos no ayudan mucho. El chiste es pasar de eso; dejarse llevar por las bondades del alcohol para que se sienta eucarístico el pedo.


A estas alturas ya nos trajeron la primera comunión, que aquí se provee en forma de chicharrones y quesadillas de papa grasosas muy picosas para maridar con la sangre de Cristo, que se sirve en tres presentaciones: clara, oscura y campechana.


Eso sí, si van a misa entre semana hay que casi suplicar por un poquito de atención, pero nada que una mano bien levantada, o ya de últimas un chiflido, no consiga.


Ya con la presencia del santísimo en las venas es mejor levantarse a bailar lo que el coro electrónico toca, aquí no hay problemas si uno danzonea las alabanzas, la música sacra de aquí lo promueve de hecho; lo que sí no hay es mucho espacio para hacerlo bien, y en ocasiones los parroquianos son bastantes... pero hay una bonita tarima a la que se puede acudir con el riesgo de que los monaguillos nos regañen.


Hablando del coro, se toca la canción que uno pida, pero hay que ser pacientes. Los fines de semana está tan abarrotado el templo que si se pone «Ramito de Violetas» es recomendable hacerlo sobrios, para que cuando suene ya estemos más allá que pa’ acá. Pero les apuesto que la reacción que se obtendrá de los feligreses valdrá toda la pena.


Aquí el final de la misa llega cuando uno lo pida... o se lo pidan (llega a pasar). En el primer caso, ya saben cómo: la característica señal con la mano para que el monaguillo en turno nos traiga el papel de las culpas con la suma de todas, eso sí ya bien eximidas. Nomás' anotadas para que las confirmemos, no vaya a ser que falte una...o dos.


Nos retiramos, pero lo hacemos con el ánimo restaurado y la voluntad de regresar a pedir otra oportunidad o algún milagrito a las efigies que se alzan en las alturas de esta iglesia desde donde todo lo contemplan y, si salimos con vaso en mano, todo lo conceden.




*Agradecimiento especial a Austin TV que acompañó musicalmente la escritura de este intento de texto. Y que también lo hace muchas veces en este intento de vida.


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